Las cinco primeras escuelas de negocio del mundo; Harvard, London Business School, Wharton, Stanford e INSEAD incluyen formación en gestión intercultural en sus MBAs y programas de dirección. Me atrevo, por lo tanto, a concluir que consideran que es una competencia clave para un directivo que opera en el escenario global.
Sin embargo, en mi experiencia, es una competencia cuya importancia está infravalorada. Es complejo auto-diagnosticarnos y existen pocos instrumentos para hacerlo, pero también porque tendemos a equiparar la ausencia de conflictos con tener buenas competencias. En efecto, si preguntamos a nuestro alrededor, a menudo obtendremos una respuesta del tipo “bueno, nunca he tenido ningún problema, creo que sí, que me arreglo bastante bien”.
¿Somos todos lo suficientemente competentes cuando se trata de operar y relacionarnos en un entorno cultural diferente al nuestro? O quizá (y no creo desvelar mucho al sugerirlo desde ya) ¿es posible que no seamos muy conscientes de cuáles son nuestras verdaderas competencias interculturales?
Si utilizamos el modelo de cuatro fases del aprendizaje de una competencia de Thomas Gordon y lo ilustramos con algunos ejemplos, tal vez lo veamos más claro.
Primer escenario: nos visita una delegación de empresarios latinoamericanos. Presentamos nuestra organización, nuestros productos y servicios, respondemos a sus preguntas y nos quedamos satisfechos con la reunión. Sin embargo, pasan las semanas y no acabamos de concretar ninguna venta, no se materializa el negocio. ¿Nos suena la situación? Si tratamos de explicar lo ocurrido, seguramente barajaremos varias posibilidades incluyendo, por ejemplo, “realmente no tenían intención de comprar nada, sólo venían a informarse” o “los procesos en Latinoamérica son muy lentos, hay que insistir mucho” o incluso si somos más críticos podríamos llegar a pensar que “no han entendido nuestra oferta, quizá sea muy avanzada para su mercado”.
Si, en cambio, preguntáramos a quienes nos han visitado, nos aportarían otra perspectiva que, junto con lo anterior, nos permitiría componer la foto completa: “Sí, la verdad es que venía con idea de hacer negocios, pero nos pareció que Uds. no tanto. Quizá no conozcan todavía muy bien nuestro mercado, pues comentaron que no hay demanda en mi país, cuando en realidad ya existen productos parecidos y están muy bien posicionados. Hay mucha empresa española vendiendo en mi país. Si tienen interés en abrir ese mercado es importante tener un socio local”.
Si traducimos esto a nuestro lenguaje más directo nos están indicando que nuestras técnicas comerciales no son las más apropiadas para vender ahí, y tanto es así que nos sugieren ir de la mano de alguien local que nos ayudará a adaptar el mensaje, las formas y la oferta colaboradora al entorno local. Si tenemos mucha confianza y les presionamos un poquito más, hasta incluso nos confesarán que es habitual que españoles, y europeos en general, desembarquen con cierta arrogancia, sin darse cuenta de que en numerosos ámbitos los productos y servicios incorporan ideas (y, en particular, modelos de negocio) más innovadoras que los nuestros. Y que quien no haga un acercamiento win-win, y de igual a igual, podrá tener el mejor plan sobre el papel, pero no llegará a consolidar su presencia en el país.
En realidad, ¿qué es lo que está ocurriendo?
Nos estamos olvidando de que, aunque hablemos el mismo idioma y lingüísticamente nos estamos entendiendo, no comprendemos los matices (por ejemplo, cómo se percibe nuestro estilo de comunicación), los conceptos más sutiles (como la importancia del cargo jerárquico de los interlocutores), o las formas de actuar (por ejemplo, con un aval de una eminencia o personalidad local). Efectivamente, en Latinoamérica nuestro estilo de comunicación directo con el que intentamos generar confianza al ser honestos puede resultar agresivo y generar el efecto contrario; distanciamiento y recelo. O puede ocurrir que infravaloremos la importancia de la confianza, en forma de referencia, de recomendación y/o de participación de una empresa o persona local de relevancia. Son errores comunes que seguiremos repitiendo porque no somos conscientes de estarlos cometiendo y, precisamente, si nuestro interlocutor nos lo intenta transmitir con su estilo de comunicación indirecta, el mensaje no nos llega con suficiente claridad.
En definitiva, no somos competentes para leer, entender y adaptarnos a las costumbres y a la cultura local. Pero además, no somos conscientes de que nuestras competencias nos fallan. ¡Somos inconscientemente incompetentes! Lo curioso es que si entramos en contacto con una persona de una cultura más lejana, sí somos conscientes de nuestra incompetencia.
Segundo escenario: nos visita un socio asiático. Seguramente se nos van a encender algunas bombillas del tipo “a ver si nos entendemos” o “a ver cómo le dejo claro qué es lo importante” y probablemente también “al terminar la reunión, repaso lo que hemos hablado, apuntamos lo que hemos acordado, y se lo mando luego por email”. Mentalmente nos estamos preparando. Aún así, durante el encuentro, verdaderamente hay momentos de confusión, y por mucho que intentemos entendernos, hay cuestiones que siguen sin estar claras del todo. Mal que bien, salimos de la reunión, pero conscientes de que esta relación va a requerir esfuerzo e inversión. Lo que sucede es que somos conscientes de que fallan nuestras competencias; ¡somos conscientemente incompetentes! “Sé que no sé”; tendremos que esforzarnos, incluso quizá, debamos pedir apoyo a algún soporte externo, pero al menos, hemos identificado el reto.
Tercer escenario: un expatriado está volando de su país de origen al país de su expatriación. A pesar de echar de menos a su familia, disfruta de la vida en su país de acogida. Está bien integrado, tiene su vida organizada, ya sabe qué faux-pas no se deben cometer. Piensa en los planes al llegar, se alegra de reencontrarse con los amigos y acaba reflexionando sobre las diferencias entre los planes con sus compañeros ahí y su “cuadrilla de toda la vida”. Durante este proceso, en el avión, enciende ese chip, el chip de “vuelvo a mi segundo hogar”. Y, con ese pensamiento, pasa a un modo en el que es consciente de que se debe adaptar, es ¡conscientemente competente!
Por último, el cuarto escenario: una persona que lleva muchos años viviendo en un lugar que no es el suyo de origen. Lleva tanto tiempo que a menudo la gente se sorprende al saber que no es de allí. Está tan integrada que las costumbres del lugar donde vive ya le resultan naturales, no requiere encender el chip del que hablamos anteriormente. Es competente en las costumbres culturales del lugar, sin ni siquiera ser ya consciente de ello. Es, efectivamente (y no hay premios para quien lo haya adivinado), ¡inconscientemente competente!
En cada caso, con cada cultura con la que nos relacionamos, estaremos en una fase diferente, con competencias más o menos desarrolladas. Por lo general, si somos competentes para operar en varias culturas, esto nos dará una buena base para suponer que tenemos competencias interculturales relativamente sólidas. Eso sí, os invito a suponer que, por regla general, si no han vivido al menos 6 meses en un país, probablemente sean incompetentes, y les animo a velar por que sean al menos conscientes de su incompetencia.
¿Cómo se hace eso? Escuchando, observando, con empatía y, por qué no, ¡asistiendo a formaciones en gestión intercultural como las que ofrecen las grandes escuelas!