Se dice que son muchos los retos a los que todavía tienen que enfrentarse las inteligencias artificiales (IA) si quieren igualarse con las inteligencias naturales (IN) en su desempeño e interacción con el mundo que les rodea: retos que, de alguna u otra forma, habrán tenido que ser superados con anterioridad por cualquier tipo de Inteligencia que haya conseguido establecerse con éxito en el mundo que le rodea y perdurar en el tiempo.
Para saber, por tanto, como las IA superarían estos retos en el futuro, podríamos fijarnos antes en cómo lo han ido haciendo estos otros tipos de Inteligencias y así plasmar toda esa experiencia sobre los complejos algoritmos neuronales que determinan su desempeño.
Se dice de las IA que no son capaces de comprender las conclusiones a las que llegan; que solo lo hacen por haber sido programadas para ello sobre un minúsculo sustrato de silicio; que actúan y toman decisiones, pero sin saber realmente por qué lo hacen, más allá de las pocas líneas de código que les obligan a hacerlo. ¿Cómo han resuelto este asunto las IN? ¿Cómo se produce el proceso de comprensión y de decisión dentro de las inteligencias humanas?
Imaginemos que nos dieran la posibilidad de hacer con el siguiente momento de nuestro tiempo aquello que más felices nos hiciera: ¿Qué elegiríamos? No cabe duda de que algo haríamos puesto que es imposible dejar vacío de contenido cualquier futuro mientras estemos vivos (ya que incluso hacer nada consiste en hacer algo). ¿Cómo podríamos saber que aquello que hemos elegido es lo que más placer nos causa, aquello que maximiza la función de onda de nuestra felicidad?
Podríamos hacer con ese minuto de nuestro tiempo cualquier cosa que se nos ocurriera: ir a la playa o a la montaña; quedarnos en nuestro tiempo presente o volver aquel pasado, que tan buenos recuerdos nos trae; leer un libro en la tranquilidad del hogar o, mezclarnos con el tumulto diario de la acción trepidante; pasarlo con esa persona particular que nos completa o, hacerlo con la familia o los amigos, o simplemente en soledad…
Las posibilidades que tendríamos ante nosotros serían casi infinitas y sin duda estaríamos obligados a escoger una de ellas. Pero ¿cómo saber que la elección elegida es la que realmente nos aporta la mayor felicidad? Aunque parezca mentira, lo que realmente nos hace felices no tiene por qué coincidir plenamente con aquello que pensamos que nos hace felices: nunca seremos capaces de abarcar completamente los límites de nuestra alma, no importa la dirección que tomemos, tan compleja y profunda es su razón (Heráclito).
Si utilizáramos el método científico para averiguar qué actividad es la que más nos gustaría hacer tendríamos que ser capaces de experimentar, antes de nada, sobre todas las opciones posibles para poder compararlas después, y solo entonces, obtener un resultado. En ese caso nos encontraríamos con la limitación de que por no poder vivirlas todas al mismo tiempo, sino siempre una detrás de la otra, nos veríamos obligados a comparar la experiencia recién tenida contra el recuerdo que tenemos de las acciones anteriores, lo que nos traería a la memoria esa discusión que en una ocasión tuvo Sancho Panza con su esposa Teresa en la que decía: todas las cosas presentes que los ojos están mirando se presentan, están y asisten en nuestra memoria mucho mejor y con más vehemencia que las cosas pasadas. Además, cada experiencia tenida, por pequeña que sea, cambia nuestras vidas en un factor diferencial creando que la persona que vive la siguiente sea, en cierta medida, distinta a la persona que vivió la anterior, lo que convertiría la comparación en un asunto muy complejo.
Esta dificultad nos hace pensar que no solamente las IA toman decisiones sin saber a ciencia cierta porqué lo hacen, sino que lo mismo podría estar ocurriendo entre las IN. Todo parece indicar que, en ciertas ocasiones, estas inteligencias también toman sus decisiones de una manera más bien aleatoria, como si hubieran sido programadas para hacerlo sobre un substrato de base genética, social o lingüística y no fueran capaces de hacer otra cosa más que la que ha sido recogida por su particular algoritmo.
Podríamos incluso llegar a pensar que el proceso de comprensión y toma de decisiones en las IN ocurre más bien como se piensa que como ocurre: no es que hagamos esto o aquello porque sea lo que más nos apetece hacer y lo que más felices nos hace, sino que lo hacemos sin saber muy bien por qué para pasar después a pensar que por haberlo elegido tiene que ser lo que más nos gusta hacer (cosa que, si fuera cierta, podría ser perfectamente reproducida por cualquiera de los algoritmos sobre los que se basan las IA).
Volumen de datos
También se dice de las IA que necesitan un volumen de datos muy superior al que necesitamos las IN para poder alcanzar los mismos resultados. Es cierto que AlphaGoZero fue capaz de derrotar al mejor jugador de GO de la historia. También es cierto que su aprendizaje se completó después de jugar más de cinco millones de partidas, lo que queda totalmente fuera del alcance de las IN (si una persona quisiera jugar el mismo número de partidas, y suponiendo que cada una de ellas durara de media unos 10 minutos, necesitaríamos más o menos de 95 años sin interrupción de nuestras vidas para poder completarlas).
En su favor hay que decir que, aunque es cierto que utilizan una cantidad de información superior para aprender, son capaces de asimilarla en un tiempo mucho más reducido (ya que AlphaGoZero fue capaz de jugar esos cinco millones de partidas en solamente tres días y batir después a las personas que llevaban estudiando el juego durante toda una vida).
Especialización hacia tareas muy concretas
El que seguramente sea el más recurrente de todos los problemas que afectan a las IA es el de la limitación hacia la especialización en tareas muy concretas, al contrario de lo que ocurre con las IN que somos capaces de desenvolvernos de una manera más bien satisfactoria sobre una gran variedad de temas. Hay que aclarar que llegamos a completar este aprendizaje en el transcurso de nuestras vidas, y nunca de una manera inmediata como se pretende de las IA.
Por ejemplo, para tomar decisiones importantes se necesita estar 18 años aprendiendo; comenzamos a andar tras una serie de años aprendiendo de los errores cometidos en el control del equilibrio (lo mismo ocurre con el tiempo que se necesita para aprender a hablar). Nuestros conocimientos matemáticos, filosóficos, médicos… son el resultado de generaciones y generaciones de personas aunando los esfuerzos del pensamiento. Nunca hasta la fecha se le ha dado a las IA el tiempo suficiente para poder desenvolverse en el mundo aprendiendo de él, ya que siempre son proyectos que apenas superan la perspectiva del tiempo reducido.
Quién sabe lo que ocurriría si se dejara a las IA aprendiendo durante periodos de tiempo tan prolongados y pensándose a sí misma. Quizás terminaríamos dándonos cuenta de que las emociones no son otra cosa sino la consecuencia de una inteligencia que ha estado pensándose a sí misma y a su relación con el entorno que la rodea durante largos periodos de tiempo: llevando con ello la contraria a toda esa tradición poética que nos dice que la inteligencia no es otra cosa sino el precipitado de la pasión, esto es, que la inteligencia no es otra cosa sino el resultado de las emociones queriendo ejercer su acción sobre el mundo exterior.
Además, si de especialización se trata, tenemos que reconocer que algunas inteligencias humanas han llegado a su máximo esplendor gracias a la especialización: se sabe que Beethoven tenía un orinal debajo del piano con el fin de no tener que levantarse cuando la inspiración le visitaba (y también que apenas comía); Bobby Fisher, según sus propias palabras, dedicada un 99 % de su actividad mental a pensar el ajedrez (quien no recuerda aquellas imágenes de B. Fisher sentado junto a B. Spassky mientras esperaba a recibir el título de campeón mundial en 1972 al tiempo que seguía analizando sobre un tablero de bolsillo alguna de las posiciones aparecidas durante el campeonato).
De cualquier manera, y a tenor de los resultados obtenidos por cada uno de ellos, hoy todos tendríamos que estarles agradecidos por su especialización. Y precisamente, por eso, resultaría justo conceder que cualquier otro tipo de inteligencia que quisiera compararse con ellos tendría, al menos que disponer de la misma posibilidad para especializarse.
Coherencia en las conversaciones prolongadas
Se achaca también a las IA que no son capaces de mantener la coherencia en las conversaciones prolongadas o en las interacciones sociales cuando se dan durante mucho tiempo, ya que toda metáfora, o comentario con doble sentido puede hacer que tropiecen en el complejo mundo de los significados para quedarse perdidas, de manera digital, en el discreto mar de sus dudas. ¿De qué manera hemos resuelto las inteligencias naturales ese dilema?
Quién no se ha encontrado en alguna ocasión (o cada día de su vida) con una conversación que tras pocos rebotes comienza hablando de un tema completamente distinto (cosa que además resulta más probable cuantas más personas participen de ella).
Dice la ley de Godwin que toda discusión mantenida en Internet alcanza un límite en el número de rebotes antes de terminar hablando de Hitler. Y es que, en cierto sentido, toda IN (desde la más evolucionada hasta la más sencilla) viene “programada” con ese algoritmo que alcanza su perfección en la codificación de las gallinas y que consiste en cloquear y cloquear (ajena a todo significado) con el único propósito de sentirse conectadas con el resto del gallinero, y en general, con el mundo entero.
Limitaciones de la inteligencia artificial
La principal limitación a la que se enfrentan las IA es tener que ser evaluadas por y comparadas con, un tipo de Inteligencia que aún a pesar de llevar más de 5.000 años pensándose a sí misma aún no ha sido capaz de comprenderse ni de llegar a ningún resultado concluyente.
Muestra de esa perplejidad que se siente ante la tarea del comprenderse a uno mismo tenemos estos versos del Juan Ramon Jiménez en los que se manifiesta a las claras la misma imposibilidad que tenían los pensadores que comenzaron a pensar sobre este asunto en la Grecia antigua.
Se entró mi corazón en esta nada,
como aquel pajarillo, que, volando
de los niños, se entró, ciego y temblando,
en la sombría sala abandonada.
De cuando en cuando intenta una escapada
a lo infinito, que lo está engañando
por su ilusión; duda, y se va, piando,
del vidrio a la mentira iluminada.
Pero tropieza contra el bajo cielo,
una vez y otra vez, y por la sala
deja, pegada y rota, la cabeza...
En un rincón se cae, al fin, sin vuelo
ahogándose de sangre, fría el ala,
palpitando de anhelo y de torpeza.
Pero leer estos versos hace que nuestra pregunta se transforme de si las IA serán capaces algún día de comprender e interpretar su interacción con el mundo que les rodea a si serán algún día capaces de manifestar la perplejidad que se siente ante esta pregunta de una manera tan clara, concisa y perfecta como queda recogida en versos como estos.