La disociación de los dispositivos móviles, por parte de los consumidores, de su fabricación, distribución e impacto ambiental, al igual que las infraestructuras que soportan Internet y la Web, está llevándonos como sociedad hacia un camino sin salida.
Si no se apuesta por la sensibilización y concienciación acerca del coste medioambiental de la revolución digital, corremos el riesgo de agravar irremediablemente nuestra huella medioambiental.
Hace ya algunos meses, tuve la oportunidad de leer un libro al que le tenía muchas ganas. Su título “Finite Media. Environmental implications of digital technologies” y su autor Sean Cubitt, que ejerce como profesor en Goldsmiths, University of London. Las expectativas que tenía eran altas, ya que había leído muy buenas críticas, pero la verdad es que su lectura no me defraudó ni un ápice. No sólo porque expone de manera clara, amena y profunda un tema sobre el que apenas se reflexiona y sobre el que se pasa siempre de puntillas, como es el del impacto de las nuevas tecnologías digitales en el planeta, sino porque además provee de una reflexión crítica del absoluto desconocimiento de las fuentes de energía que alimentan nuestro desarrollo económico, social y tecnológico.
El tema es más que oportuno ahora que el cambio climático y las emisiones de CO2 ocupan cada vez más tiempo en los telediarios, sino porque también estamos acostumbrados a hablar de la aviación, de la automoción, de la ganadería o también ahora de la ropa low-cost como principales causantes del cambio climático, y sin embargo tenemos un desconocimiento manifiesto del impacto de las tecnologías asociadas a la revolución digital en todo este embrollo.
El libro está extensamente documentado y hace un relato realmente preciso de cómo hemos ido disociando la generación, producción y distribución de energía, respecto de su comercialización y uso. De esta manera nos encontramos hoy en día en un complicado tablero geopolítico, donde la independencia energética se ha revelado como una de las grandes guerras del S.XXI a librar por parte de los estados modernos. A modo de anécdota podemos citar el caso de Alemania, un país con una clara orientación hacia las renovables (produce más energía solar que España), pero donde todavía el 37 % de su energía proviene del carbón.
Y es que nada es lo que parece, en un escenario donde la tecnología digital tiene un coste energético mucho mayor de lo que en un principio podríamos pensar. Así, el libro nos va ilustrando con datos tremendamente aterradores, del verdadero coste medioambiental para el planeta de nuestra actividad en la red. Datos, que reflejan el tremendo coste medioambiental de actividades tan mundanas como una búsqueda en Google (0,2 gramos de CO2) o el envío de un correo electrónico (0,3 gramos de CO2). Por no hablar de los muchos litros de agua que se necesitan para hacer un solo chip o los inexistentes protocolos de reciclaje de los dispositivos móviles.
Internet ha sido uno de los inventos más revolucionarios en la historia de la humanidad, pero quizás esté lejos de ser sostenible a medida que se desarrolla y se extiende por todo el planeta. Se calcula que aproximadamente supone el 7 % de toda la electricidad del planeta, pero lo más preocupante no es eso, ya que a medida que crece, éste podría llegar a suponer en 2030 al 20 % (o más) de toda la electricidad mundial.
Parece claro que a medida que nuestra sociedad se va digitalizando, el uso de la red y de tecnologías asociadas a la red irá creciendo, y con ello, su factura energética. Nuevas tecnologías como el blockchain, la inteligencia artificial, la Internet de las cosas u otras que se apoyarán en Internet como los coches autónomos, podrían agravar esta problemática. Además de esto, nuevas profesiones que han surgido gracias a la red como youtubers o gamers, y todos los “falsos autónomos” que han surgido al albor de la Gig Economy/Sharing Economy/Platform Economy, y que dependen de esta infraestructura directamente para desarrollar su actividad profesional también suman en este coste energético.
De hecho, las infraestructuras que soportan Internet se encuentran en entredicho. No la inmensa colección de cables submarinos que recorren nuestro planeta (aunque también se repara y sustituye), sino el extenso cableado terrestre que se extiende en multitud de ciudades costeras, donde un aumento del nivel de mar podría ser fatal, para una infraestructura que no se pensó que fuera cubierta por el agua. Otro tanto podemos decir de los famosos “data centers”, que alojan casi toda (sic) nuestra información online en la famosa “nube”. Y es que esos centros de datos son también muy responsables de que se incremente el número de emisiones de CO2 a la atmósfera, ya que su electricidad también proviene de combustibles fósiles y están en plena expansión.
Aquí hay iniciativas loables de empresas como Apple, que ha decidido invertir en renovables para alimentar a sus centros de datos (aunque no exija a sus proveedores las mismas condiciones) o Alibaba, que posee una tecnología que permite reducir el consumo de energía en sus centros de datos en un 80 %. Sin embargo, también hay que recordar que compañías como Amazon, que ostentan alrededor del 50 % de la cuota de mercado de la computación en la nube, todavía no hayan decidido hasta este año ni tan siquiera calcular su huella de carbono.
Por todo esto, debemos reflexionar sobre el tipo de sociedad digital que queremos construir y sobre todo repensar el coste medioambiental de unas infraestructuras y procesos de producción, que distan mucho de ser sostenibles a largo plazo. El imaginario tecno-optimista de que los modelos de negocios basados en datos son respetuosos con el medio ambiente es totalmente falso y ha sido promovido por un puñado de compañías norteamericanas interesadas en extender esta imagen en su beneficio.
El verdadero coste para el planeta es mucho mayor del que ahora mismo conocemos y debemos ahondar en este tipo de estudios para promover una sociedad digital sostenible, responsable y respetuosa con nuestro planeta.