Cuando sale, en conversaciones, el tema de cómo las empresas, los puestos de trabajo y la legislación, y el sistema laboral se adaptan o, mejor dicho, les cuesta adaptarse a la incidencia que tienen las nuevas tecnologías, constato que compartimos percepciones similares acerca de la capacidad, y velocidad de adaptación del contexto laboral al nuevo escenario de tecnologías omnipresentes.
Lo primero, hay una brecha para extraer todo el inmenso potencial de las tecnologías; lo segundo, la brecha se agranda porque no somos capaces de funcionar a la misma aceleración (que no velocidad) a la que se despliega este potencial de las tecnologías. Y que quizá otorgamos, relativamente y aparentemente, insuficiente atención al fenómeno, especialmente en las empresas más pequeñas y menos globalizadas.
El debate de fondo es la potencial y real capacidad sustitutoria de algunas de estas nuevas tecnologías sobre el factor humano, como son la robótica avanzada o la IA, inteligencia artificial. Pero muchas de las tecnologías desplegadas actualmente están incidiendo hoy en la naturaleza del empleo, en el mercado laboral y la cualificación requerida, en la propia estructura organizativa y en la organización del trabajo, en la gestión de personas así como en el marco regulatorio de las relaciones laborales. Para adaptarnos a toda esta nueva situación se requiere entender mejor el contexto.
Entender que las tecnologías se mueven y evolucionan exponencialmente con una interrelación compleja entre ellas. Exponencialmente, de alguna manera como si la Ley de Moore fuera aplicable al conjunto de la tecnología. Y que se interrelacionan para reforzarse y realimentarse entre sí, acelerando el desarrollo: IA para mejorar la robótica y robótica para mejorar la IA, por ejemplo. La primera dificultad es funcionar en aceleración, algo para lo que las personas en general no se sienten confortables: anticipar las implicaciones que van a tener las tecnologías a medio plazo en el ámbito de la empresa y en la organización del trabajo, para prepararse adecuadamente.
Entender que son omnipresentes y lo impregnan todo, y al mismo tiempo están desapareciendo de forma explícita. Esto tiene importantes consecuencias para las personas en su relación con la tecnología. Su utilización se hace menos consciente; las interacciones que suceden entre los dispositivos de las personas o, con los que existen en las infraestructuras son menos percibidas: un asistente virtual puede estar permanentemente activado, escuchando e interpretando, no es preciso una acción de activación; nuestro dispositivo móvil realiza el roaming desde la red celular a la red wifi de la empresa transparentemente, unas cámaras con capacidad de interpretación registran nuestra actividad (junto a quién estamos, qué portamos…), nuestro vehículo recoge parámetros como posición o utilización.
Al mismo tiempo, estas múltiples interacciones dejan una enorme cantidad de trazas e información con la que los actuales sistemas de cálculo realizan profundos análisis capaces de sacar patrones, correlaciones y pronósticos que resultan inconcebibles para la capacidad humana. Tecnologías que en principio están relacionadas a espacios y roles personales, sociales o profesionales pero cuyas interacciones se mezclan (vía dispositivos o servicios), y hacen que los tres espacios se superpongan entre sí, haciendo muy compleja la separación de estos espacios y roles.
Esta superposición dificulta también abordar la protección respecto a ciberataques o, sin llegar a extremos, a mejorar la robustez frente a la apropiación indebida de información sensible profesional como, por ejemplo, contraseñas, claves, contactos o datos confidenciales. A medida que el número de operaciones ocurren con niveles bajos de conocimiento y consciencia por parte de las personas, trasladar la responsabilidad para cumplir requisitos legales o regulatorios a estas personas puede resultar inviable en la práctica.
Entender que las tecnologías no son meras herramientas como quizá hemos repetido demasiadas veces hasta casi creérnoslo tienen, cada vez más, un potencial transformador. Y así como cambiar de herramientas es relativamente sencillo -hemos pasado de destornilladores manuales a los eléctricos con bastante rapidez-, cambiar de operativa o incluso de estrategia, habilitados por la tecnología, parece ir contra la experiencia de gestión, y quizá por eso no se aborda con la suficiente profundidad en estas dimensiones.
- Un potencial de transformación que aparece de manera poco evidente al principio, con aproximaciones tecnológicas para abordar mejoras en la operativa, en la automatización y optimización de los procesos, en la orquestación óptima de máquinas, vehículos, suministros y otros activos junto con las tareas de las personas.
- Un potencial de transformación del puesto de trabajo, de las cualificaciones o edades necesarias para trabajar, con ayudas que pueden amplificar las capacidades físicas (p.ej. con exoesqueletos) o, cognitivas de las personas (p.ej., gafas de realidad aumentada, asistentes inteligentes).
- Un potencial de transformación de los productos en sistemas producto-servicio y habilitar nueva oferta, como la servitización, generando nuevas maneras de relación y transacción con clientes.
- Un potencial de aportación de nuevos activos empresariales, como los datos o las plataformas digitales, que pueden resultar valiosos para comercializar en nuevos mercados o, para el desarrollo de nuevos modelos de negocio.
En estos tiempos de cambios y transformaciones, en los que vemos cómo empresas clásicas han sido desplazadas en las listas de valorización bursátil por otras, que apenas eran conocidas hace 20 años, necesitamos, como sociedad, empresas que perduren ancladas en el territorio y a su comunidad. La sensibilidad a los cambios, para poder adaptarse a ellos, parece ser una de las principales características para esta supervivencia.