La piel, el mayor órgano del cuerpo humano, está formado por diversas capas. Nos protege de factores externos a la vez que permite la comunicación e intercambio con el medio que nos rodea. Tanto la epidermis como la dermis contribuyen en el mantenimiento del equilibrio térmico del cuerpo.
Debajo de estas capas, dándoles soporte, se encuentra la hipodermis formada por tejido adiposo cuya función principal es la de almacenar energía y aislar térmicamente al cuerpo. Del mismo modo actúan los materiales aislantes en la edificación. Aunque quedan escondidos bajo las fachadas de los edificios desempeñan un papel muy importante: mantener las condiciones de confort higrotérmico del interior regulando el intercambio energético entre el interior y el exterior.
Desde la prehistoria, el ser humano se ha valido de pieles de otros animales o de diversos tejidos para cubrir su piel como método adicional de protección frente al frío o al calor: se ha cobijado en cuevas, ha construido refugios... En definitiva, ha aprovechado espacios confinados y aislados de la intemperie donde propiciar condiciones térmicas más adecuadas, de forma sostenible y con el menor esfuerzo energético y económico, posible.
Las construcciones se han ajustado al clima, a las características del entorno y a los recursos disponibles, empleando gran variedad de materiales naturales tanto orgánicos como inorgánicos: desde pieles de otros animales, lana, juncos o paja, hasta materiales de mayor durabilidad como rocas, madera o tierra.
En la antigua Grecia ya se conocía el asbesto por sus propiedades de resistencia al calor y al fuego. Los romanos utilizaron el corcho para proteger sus pies y para aislar los tejados. Algunas tribus del norte de África empleaban mezclas de arcilla y corcho para fabricar las paredes de sus viviendas. Otras tribus del Pacífico secaban hierbas marinas para construir sus cabañas, aprovechando la capacidad aislante de sus fibras huecas dada la baja conductividad térmica del aire contenido en ellas.
A partir de la revolución industrial se comenzaron a fabricar diversos materiales artificiales que fueron ganando terreno a los materiales naturales debido a su mayor durabilidad y resistencia al agua y al fuego. En 1840 se fabricó por primera vez lana mineral comercialmente para aislamiento de tuberías. Posteriormente, la irrupción de las espumas poliméricas a partir de mediados del siglo pasado supuso que el uso de los materiales naturales se redujera drásticamente, hasta suponer menos del 5 % del volumen total.
En la actualidad todos estos materiales artificiales siguen copando el mercado de aislamiento térmico mundial. Los materiales inorgánicos fibrosos como la lana de roca y la fibra de vidrio abarcan más de la mitad del mercado, seguidos por los materiales orgánicos espumados como el poliestireno expandido (EPS), el poliestireno extruido (XPS) o las espumas de poliuretano, con baja densidad y elevada capacidad de aislamiento (presentando valores de resistencia térmica superiores a 2 m2K/W o conductividad térmica cercana a 0,02 W/K m).
Sin embargo, desde inicios del presente siglo, dada la creciente concienciación y preocupación por el agotamiento de los recursos, la emisión de gases de efecto invernadero y el cambio climático global se ha observado una tendencia a recuperar el uso de materiales naturales para aislamiento, y a buscar nuevas soluciones más sostenibles y respetuosas con el medioambiente.
El mayor gasto energético a nivel doméstico que se produce en los países desarrollados se debe al consumo de energía en calefacción y agua sanitaria. Los Gobiernos comienzan a fomentar la mejora de la eficiencia y ahorro energético de los edificios, elaborando guías y normativa relacionada con el aislamiento de nueva construcción y la rehabilitación de edificios viejos. El Código Técnico de la Edificación (CTE) establece valores de transmitancia máximos, es decir, capacidades de aislamiento mínimas que deben cumplir las envolventes de los edificios en función de su localización geográfica.
Los materiales mayoritarios actuales, aunque eficientes térmicamente, presentan diversos inconvenientes. No solo por el origen de sus materias primas, derivados del petróleo, sino también por los posibles efectos sobre el medioambiente y los trabajadores de los compuestos empleados en su fabricación. Por ejemplo, en el caso de las espumas poliméricas: isocianatos, estireno o agentes espumantes que favorecen el efecto invernadero o en la fabricación de los aislantes de fibra de vidrio o lana de roca por posible exposición de los operarios a sustancias irritantes derivadas de fibras minerales.
El desarrollo de materiales biobasados con propiedades de aislamiento mejoradas tiene un doble efecto: no utilizar recursos fósiles como materia prima y reducir el uso de combustibles fósiles para generar energía destinada a calentar nuestros edificios. El éxito de estos ecomateriales dependerá, en gran medida, de vectores de diferenciación basados en las propiedades térmicas y fisicomecánicas, la eficiencia de los recursos empleados a lo largo de su ciclo de vida, y en el precio final del producto.
Son diversas las estrategias y desarrollos que se están llevando a cabo en este campo. Trabajos enfocados a mejorar las prestaciones térmicas y mecánicas de materiales de aislamiento basados en la celulosa. TECNALIA ha conseguido desarrollar una tecnología que permite obtener aerogeles de celulosa resistentes al agua y con buenas propiedades térmicas y mecánicas. De este modo es posible fabricar paneles para aislamiento autoportantes, ligeros, con muy baja conductividad térmica, alta durabilidad y, sobre todo, basados en una materia prima totalmente natural y reciclable como es la celulosa. Además, a esta espuma de celulosa se le pueden conferir propiedades ignífugas e hidrófobas mediante tratamientos químicos durante el proceso de fabricación, de forma que permite mejorar la durabilidad o ajustar sus prestaciones.
La meta es dirigirnos hacia una estrategia global de búsqueda de una arquitectura sostenible y retorno a una economía circular.